Como sucede hoy en cualquier lugar -sólo con otro matiz, y que por la época y el lugar adquirían unas características folclóricas-, tener un puesto público, un puesto del gobierno, como se llamaba entonces, era señal de status y motivo de frecuentes conflictos entre las familias que tenían aspirantes a ocuparlos.
El puesto de Teniente Político era el más codiciado y el más endeble a la vez. Codiciado porque en aquellos años el Teniente Político tenía realmente autoridad que le conferían las Constituciones y las Leyes del Estado. Se trataba de un verdadero juez de instrucción, y su autoridad era tan efectiva que era capaz de sofocar oportunamente graves incendios jurídicos devolviendo la paz y la armonía a la sociedad. No sucedía como hoy, que por una minúsculo delito o derecho agraviado, se enarbola todo un juicio farragoso, lento, inútil, engorroso y costoso que no conduce sino a la enemistad permanente y al odio entre vecinos. Endeble, porque el usufructo del puesto cambiaba permanentemente; era efímero y podía incluso durar tan sólo algunas semanas, dependiendo del grado de amistad con los burócratas de arriba que también estaban cambiándose con frecuencia.
Es risible recordar el pintoresco escenario y ver cómo estando detentando el poder uno, sin saberlo, ya otro tenía el nombramiento.
Pese a estas contiendas que mantenía entretenida a la gente. Los Tenientes Políticos de entonces, que no ostentaban títulos académicos; tenían eso sí, una excelente auto-preparación y sobre todo un maravilloso sentido común para ejercer esta responsabilidad que toca uno de los valores más apreciados del ser humano civilizado, como es una administración de justicia inmediata, objetiva y justa. Se distinguían también estos personajes en Ludo, por su dignidad, mesura y recato. Sabían comportarse como verdaderos Señores en sus oficinas y jamás improvisaban un discurso cuando tenían que pronunciarlo ante un auditorio con motivo de una bienvenida o algún acto social. Ellos siempre lo hacían por escrito, utilizando un léxico apropiado y hasta poético.
Así recuerdo a Don José Isaías Granda, Don José Ángeles Delgado, Don Daniel Álvarez Zúñiga, Don Ernesto Samaniego Pesántez, Don Rafael Jiménez, Héctor Jiménez y Tobías Ayora Paredes.