Los matrimonios

El rango social de los ludenses se hacía evidente en la forma de celebración eclesiástica del matrimonio.

 

Cuando se trataba de "chazos", absolutamente todos los invitados que acompañaban a la pareja desde la casa de la novia hacia el templo, lo hacían montados en acémilas magníficamente aperadas. Éstos, por lo regular, cabalgaban un corcel blanco y tenían un paje propio a su disposición, para que los atendiera en cualquier emergencia que se les presentara.

 

Las personas desde lejos podían calificar y saber que efectivamente se trataba de un matrimonio, porque la caravana avanzaba ordenadamente junta a un paso ligero por el camino que conducía al centro parroquial; donde, una vez apeados, buscaban un lugar apropiado para que novio y novia se emperifollasen lo suficiente después del agitado camino. Se dirigían luego al templo en donde les esperaba el sacerdote para confesarlos y mediante una ceremonia, por lo regular sin misa,  les casaba y velaba a la pareja.

 

Concluido el acto religioso, novios, padrinos, consuegros, cuñados y acompañantes en general buscaban sitio en las tiendas que ofrecieran mayor comodidad para entretenerse un momento y brindar con anisado, vino y cerveza hasta la hora de regreso que se lo hacía de la misma manera.

 

Una vez en la casa de los padres del novio y luego de cenar, se daba comienzo a la "función" -así se denominaba en aquellos pasados años a la fiesta de bodas-,  que duraba hasta el día siguiente, en que todos los presentes se trasladaban, ahora, a la casa de la novia para continuar la alegría.

 

No había las ceremonias postizas, ridículas y mal copiadas de otras culturas que ahora se están imponiendo también en nuestro medio por aquello de la globalización. Tampoco había las publicitadas "lunas de miel". Todo era realizado de una manera mucho más natural y digna; dando así comienzo a una vida matrimonial perenne, pese a las dificultades que conlleva ser, primero esposos y luego padres.

 

El último matrimonio realizado tal y cual acabo de describir fue el de los señores Aurelio Álvarez y Hermosina Álvarez, el sábado 11 de abril de 1964.

 

Los matrimonios de los indígenas asimismo eran muy bonitos y decentes. Novios, amigos y parientes acudían desde sus casas en los diferentes sectores al centro parroquial. No cabalgados como lo hacían los chazos; pero sí, formando algo semejante a una procesión encabezada por los contrayentes y sus padrinos, y presididos por unas personas que ejecutaban música de concertina, redoblante y violín, que no dejaba de sonar hasta la puerta misma de la Iglesia, llegaban hasta el altar para que "taita curita" los casara.

 


 

En el templo, terminada la ceremonia religiosa que era igual que con las parejas de mestizos; abuelos, padres y padrinos daban la bendición a los contrayentes y los hacían besar las manos. Salían luego, y en alguna emplazada, vale decir, en algún pasto verde y apacible, brindaban trago y chicha a salud de los novios y comían en "pampa mesa" los ricos potajes que la familia había preparado y llevado para la ocasión, que por lo regular era mote, cuy acompañado de papas muy bien condimentadas y ají. Venía ahí mismo el baile, hasta cuando según su decir  "borrachitos pero sin hacer mal a nadie", se retiraban a sus viviendas para al día siguiente los "dueños" de la fiesta continuar normalmente con su rutina como si nada especial hubiese pasado.